En Una dificultad del psicoanálisis (1917), Sigmund Freud postula que la humanidad recibió tres heridas. La tercera tiene que ver con el plano psicológico y atañe sus propios estudios, la primera es “cosmológica” y tiene que ver con el giro copernicano (la Tierra no es el centro del universo, sino un planeta más), y la segunda es relativa a los trabajos de Charles Darwin: la especie humana tampoco el el centro de nada, sino que es una rama más del árbol de las especies. Fascinado por esta figura y su encuentro con Juan Manuel de Rosas, que tuvo lugar en agosto de 1833, Eduardo Raspo se entregó, con Dos manzanas a la tarea de retratar este cruce, mediante una fábula que se autopercibe “desmesurada y falaz”. “Son dos personajes extraordinarios y complejos”, describe el director, de extensa carrera, que logró, con maestría, no solamente abordar un encuentro que estimula la imaginación, sino plasmar una visión del siglo XIX, con el que el cine nacional parece estar en deuda.
—¿Darwin y Rosas se encontraron realmente?
—Sí. Rosas ya era Rosas y Darwin era un joven e ignoto naturalista que estaba realizando el famoso viaje del Beagle. El barco lo había dejado en Carmen de Patagones. El barco subiría hasta Buenos Aires y Darwin subiría por para encontrarse nuevamente con la expedición. En este recorrido que hace por la provincia de Buenos Aires se encuentra con Rosas. El único registro que hay de este encuentro está en su diario de viaje (de Darwin). Es una referencia breve, de seis, siete líneas en donde comienza hablando muy bien. Alguien que tenía mucha ascendencia entre la tropa, los gauchos y que luego con el tiempo, diría Darwin, se convertiría en un tirano. Esa es su mirada final sobre Rosas. Aclaro que Rosas no escribiría nunca nada. Estamos hablando de 1833 y era bastante común ver ingleses deambulando por la Pampa o por la Patagonia. Muchos habían quedado de las invasiones inglesas, muchos técnicos de las invasiones, de los barcos y demás. Y había bastantes expediciones de naturalistas. A Rosas encontrarse con un inglés en medio de La Pampa no le era raro. Y bueno, al no haber mucho registro, esto me dio una absoluta libertad para poder llevar esta historia, para hacerla justamente desmesurada y falaz. Llevarla para donde quisiéramos. Eso fue la premisa de la película.
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Un científico del CONICET resuelve un enigma de Charles Darwin.
—¿Cuáles son las dificultades de abordar ese siglo cinematográficamente?
—Las dificultades tienen que ver con los presupuestos. Todo lo que está delante de cámara es histórico: vestuario, carruajes, maquillaje, paisajes y uno se la pasa borrando cables, alambrados y demás. Lamentablemente no hay una cultura de cine histórico, no hay vestuario, no están bien preservados los decorados, a veces uno busca casas del siglo XIX y están atravesadas por cables, por ejemplo. Es una pena. El siglo XIX en la Argentina es fascinante. Es un siglo casi constitutivo para nuestra nación, pero además de los hechos matrices, del andamiaje político, tenemos el extendido de los ferrocarriles o la exploración de la Patagonia como un terreno primigenio. Pensemos que hasta entrado el siglo XX había expediciones en busca de animales del pleistoceno, que se habían extinguido hace 10.000, 15.000 años. Y sin embargo, las expediciones presuponían que en ese territorio todavía podían existir esas formas de vida. También espiritismo, incluso en las clases políticas, la momificación, los charlatanes que estaban dando vuelta…
—¿El cine tiene una deuda con ese siglo?
—Si, es un siglo extraordinario, está plagado de historias. En lo personal me fascina e intento visitarlo siempre que puedo. Dos manzanas es un poco eso, encontré la forma para hablar de una cantidad de cosas en una historia anclada en la primera mitad del siglo XIX. También hay riesgos ¿Qué se hace con la lengua? ¿Cómo se hablaba? La decisión que yo tomo es relajar y traer el habla actual. Si hubiese hecho a un Darwin hablando con acento inglés hubiese sido una catástrofe. Decidí entonces hacer como en el cine estadounidense. Nadie se cuestiona que en Game of Thrones todos hablen en inglés; luego está el tratamiento de la historia. No digo que uno tenga que tener una postura, pero sí tener decidido por qué prismas pasa la luz: tener el control sobre qué colores se quiere descomponer y cuáles quedaran abiertos para la interpretación del espectador. Es un lugar común pero la conclusión respecto a esa problemática es que el espectador siempre termina de escribir las películas.
La relación de Charles Darwin con la Argentina.
—¿Por qué elegiste contar esta historia?
—Por los dos personajes, Rosas y Darwin, que son extraordinarios. Ya hice documentales sobre ellos, para televisoras de afuera y demás. Me parece que, desde ya, Rosas es un personaje que divide aguas. Y ojalá un día podamos saltear esa divisoria de aguas y, desde el lugar en el que esté parado cada uno, podamos reflexionar sobre quiénes le dieron una dirección a nuestro país. Siempre es como mi sueño: una gran mesa de reflexión, escuchándonos. Y Rosas es un personaje complejo. Y, claro, cuando uno hace una película, eso se agradece. Un personaje con aristas, con contradicciones, querido y odiado, cruel y, a su vez, sumamente afable. En fin, un personaje sumamente cinematográfico. Y, en el mismo sentido, corre Darwin. Un joven que tenía un destino de pastor termina siendo quien elaboraría esa teoría monumental que cambiaría para siempre la manera de pensarnos. Y que, además, haría un solo viaje, este, y no volvería a salir de Londres. Tendría una enfermedad crónica a lo largo de toda su vida que no lo mataría, pero que lo tendría con muy baja energía. Unos últimos estudios indican que, probablemente, la enfermedad que tuvo fue Chagas. Y que no se sabe si en uno de los viajes que hizo al norte de Santa Fe o a Mendoza. Lo que es el destino. Y este joven nos haría pensar de otra manera a la humanidad. Dos personajes extraordinarios que se juntaron en una noche. Lo que yo hice es situarlos en una noche a pensar un poco el mundo.
Gi