Un 5 de septiembre de 2015 Angela Merkel abrió de par en par las fronteras de Alemania a millones de inmigrantes ilegales. Con un simple »Wir schaffen das» (»Podemos hacerlo»), la canciller entregó la soberanía nacional en bandeja de plata y desató una crisis que todavía hoy sacude a Europa. No fue una decisión política, fue un acto de fe ideológica. No fue estrategia, fue dogma.
Diez años después, la factura es insoportable. Alemania pasó de menos del 10 % de población extranjera a más del 15 %, lo que significa que hoy más de 13 millones de extranjeros residen en el país.
En 2024, casi 300.000 solicitantes de asilo recibieron pasaporte alemán como si la nacionalidad fuera un cupón descartable. La criminalidad violenta saltó de 180.000 casos a 220.000, y en las cárceles la proporción de extranjeros se disparó del 24 al 37 %. A todo esto se suma un gasto colosal: más de 240.000 millones de euros destinados a mantener un experimento que hundió al país.
El resultado social es devastador. El Bürgergeld, la ayuda social rebautizada en Alemania como »dinero del ciudadano», se transformó en un imán: casi la mitad de esos fondos terminan en manos de extranjeros, con más del 50 % de los sirios y casi la mitad de los afganos viviendo de subsidios, mientras apenas un 5 % de los propios alemanes recibe esa asistencia.
| La Derecha Diario
Las escuelas se desploman; en más de mil colegios los niños alemanes son minoría y los resultados académicos caen en picada año tras año. Dos tercios de los ciudadanos reclaman menos inmigración, no más. La frustración es tal que incluso Canadá emitió una alerta de viaje por el riesgo de terrorismo y ataques con cuchillo en Alemania, el país que prometía »gestionar» la migración y hoy es visto como un destino inseguro.
La violencia migratoria transformó por completo la vida cotidiana en Alemania. Lo que antes eran ciudades tranquilas y celebraciones seguras se convirtieron en escenarios de miedo. Colonia pasó a simbolizar las agresiones sexuales masivas de la Nochevieja de 2015, un shock que rompió la confianza en el espacio público.
En Berlín, el atentado del mercado navideño de 2016 dejó de ser un caso aislado para convertirse en la señal de que el terrorismo islamista ya estaba dentro de las fronteras. Würzburg y Ansbach quedaron marcados por ataques a cuchillo cometidos por solicitantes de asilo, mostrando que incluso ciudades medianas podían ser golpeadas de repente.
| La Derecha Diario
En Chemnitz y Friedland, disturbios y crímenes ligados a migrantes revelaron una fractura social que las autoridades no pudieron controlar. El cambio fue profundo: caminar de noche dejó de ser normalidad para convertirse en riesgo; el transporte público y las fiestas tradicionales, desde el Oktoberfest hasta los mercaditos de Navidad, empezaron a verse bajo la sombra de un posible ataque.
Las mujeres fueron las primeras en percibirlo: consejos de »no salir solas» o »evitar ciertas zonas» se multiplicaron en ciudades que antes presumían de seguridad. Lo que se perdió no fue solo tranquilidad estadística, sino la certeza diaria de que el espacio común pertenecía a los ciudadanos.
Merkel no gobernó como canciller, predicó como sacerdotisa de una religión globalista: derechos humanos sin fronteras, compasión sin orden, hospitalidad sin prudencia. Los medios no cuestionaron nada; se convirtieron en coro del dogma e impusieron la Willkommenskultur, es decir, la »cultura de la bienvenida» que celebraba la llegada masiva de inmigrantes y señalaba como »populista» a quien la criticara.
Se patrulló el lenguaje con más celo que las fronteras. Y mientras millones de desconocidos entraban sin control, el Estado vigilaba a sus propios ciudadanos a través del Verfassungsschutz, el servicio secreto interior alemán encargado de espiar movimientos políticos internos. Fronteras abiertas para extraños, libertades cerradas para los nativos.
| La Derecha Diario
En el plano internacional el desastre no fue menor. Erdogan utilizó la migración como arma de chantaje contra Bruselas, Rusia y Turquía avanzaron en los Balcanes y Medio Oriente, y China consolidó su poder económico. Europa pasó de ser un polo de atracción a convertirse en rehén de actores externos. Lo que Merkel presentó como »moral» fue, en realidad, una rendición estratégica.
Lo más grave es que había alternativas. Hungría levantó muros bajo Viktor Orbán, Austria reintrodujo controles fronterizos, Dinamarca endureció sus leyes de asilo. Todos demostraron que la soberanía podía defenderse. Merkel, en cambio, eligió la rendición y el dogma de lo »inevitable».
En ese silencio, solo una fuerza política se atrevió a hablar: la Alternative für Deutschland (AfD). Lo que comenzó como un partido marginal se convirtió en la tercera fuerza nacional y principal oposición.
No inventó la indignación: la articuló. No creó el descontento: le dio nombre, bandera y representación. Fue la única en decir lo que los demás negaban: que Colonia no fue accidente, que la inmigración masiva fractura la cohesión social, que la libertad de expresión no puede ser un recuerdo del pasado.
| La Derecha Diario
En 2015 Merkel abrió las puertas con un »Wir schaffen das» y prometió integración, seguridad y prosperidad. Diez años después, Alemania es un país más inseguro, más dividido y más pobre.
La delincuencia ligada a inmigrantes ya no se puede ocultar; las mujeres evitan salir solas en la noche, las familias se sienten vigiladas en el transporte público, y los mercados de Navidad llevan más policías que visitantes. El Estado, en lugar de proteger a sus ciudadanos, les exige acostumbrarse al miedo como si fuera parte de la vida moderna.
Lo que se presentó como »humanidad» fue en realidad un experimento demográfico impuesto sobre millones de alemanes que nunca fueron consultados. La soberanía nacional quedó reducida a un eslogan vacío, y el costo lo pagan cada día los contribuyentes que ven cómo se hunden sus pensiones, cómo cierran sus escuelas y cómo el dinero se desvía a sostener a recién llegados que nunca aportaron nada.
| La Derecha Diario
Mientras tanto, las élites europeas repiten el discurso moralista de Merkel, como si nada hubiera pasado. Pero el pueblo ya no es el mismo: dos tercios de los alemanes exigen menos inmigración, no más. Y la AfD, demonizada por el establishment, se convirtió en la única voz que refleja lo que millones piensan y sienten.
Este es el verdadero legado del »Wir schaffen das»: un país roto, una sociedad desconfiada y una Europa debilitada. Merkel podrá escribir sus memorias bajo el título Libertad, pero los europeos saben que lo que se perdió en Colonia, en Berlín y en tantas ciudades fue precisamente eso: la libertad de vivir sin miedo en sus propias calles. No fue un error: fue una traición. Y diez años después, Alemania todavía paga el precio.