Muchos años después, y esta vez para la televisión, la joven Amaranta Buendía habrá de recrear sus amores remotos con el comerciante Pietro Crespi, frustrados por su corazón de hielo. Este drama y los otros miles que componen la leyenda de la familia Buendía afrontarán los riesgos de una producción nunca antes vista en Colombia, cuando se estrene en Netflix la serie Cien años de soledad.
Justo al cumplirse 10 años de la muerte de Gabriel García Márquez, la plataforma reveló los primeros detalles del rodaje e invitó a un grupo internacional de periodistas a conocer lo que hasta ahora solo existía en los libros y la imaginación: el mítico pueblo de Macondo.
No es una metáfora. Literalmente se construyó un pueblo de la nada, en cercanías de Alvarado, Tolima, en un espacio equivalente al de 70 canchas de fútbol. Sus calles polvorientas, preñadas de espíritus caribeños, son la transcripción fidedigna del mundo de Gabo, edificada en tiempo récord y con un grado de precisión alucinante.
“Cuando hablamos de construir un pueblo –explica la productora general Carolina Caicedo–, estamos hablando de un alto número de personas trabajando. Tenemos una operación de 1100 personas, por lo que es clave estar cerca de Bogotá. En Alvarado, por ruta, estamos a cuatro horas y tenemos un aeropuerto a 40 minutos en Ibagué. Logísticamente nos funcionaba muy bien”.
En el calor sofocante de la llanura tolimense, Caicedo revela que se buscaron locaciones por todo el país, acatando la condición que los hijos del premio Nobel, Rodrigo y Gonzalo García Barcha, le pusieron a Netflix: hacer la serie en español y filmada en Colombia. “Estuvimos por el centro del país, en Cali, Villavicencio y Girardot; por la costa Atlántica, en lugares como Palomino, Santa Marta y Barranquilla. Fueron muchas semanas y muchas horas de búsqueda para encontrar el lugar indicado que permitiera llevar a cabo una producción de esta dimensión”, agrega la productora.
Dentro de las características que buscaban, una fundamental era un árbol gigantesco, en torno al cual se construyera una plaza y luego todo el pueblo. Además, debía tener un río cercano y unas montañas que permitieran aludir a la Sierra Nevada, como referencia.
Las primeras conversaciones para trasponer el universo macondiano a la televisión se iniciaron hace unos seis años. El reto era mayúsculo y eso lo sabían tanto la familia de Gabo como los productores. Según Francisco Ramos, vicepresidente de contenidos de Netflix Latinoamérica, “ni siquiera las series estadounidenses filmadas en Colombia han alcanzado el nivel de complejidad de esta producción”.
Macondo es un organismo vivo, que nace, crece, se reproduce y muere, por lo cual el pueblo debe transformarse continuamente para reflejar un siglo de historia. Cuando El Tiempo visitó esta locación, ya antes se habían levantado cuatro versiones de Macondo. Y luego, seguramente habrá más.
Por ejemplo, fue necesario hacer una ranchería en La Guajira y otras versiones preliminares, también en el Tolima. La primera vivienda de los Buendía era apenas una modesta construcción de bahareque (sistema constructivo de cañas o palos entretejidos con un acabado de barro, aunque su técnica varió a lo largo del tiempo) con mobiliario rústico, ubicada justo al lado de un río en un lugar llamado Garranchal, a unos kilómetros de Alvarado.
Una manera de recorrer este Macondo sería dejarse inspirar por la mano de García Márquez, cuando describe la muerte de José Arcadio (el hijo mayor de la pareja original) en un párrafo de 150 palabras sin un solo punto. Allí se cuenta cómo, tras el disparo que le cuesta la vida, el hilo de sangre recorre la casa de Arcadio (su hijo) en el mejor rincón de la plaza, cruza la sombra de un almendro, pasa por la Calle de los Turcos, dobla para alcanzar la casa de los Buendía, atraviesa el corredor de las begonias donde bordaban las mujeres, supera el granero y llega hasta la cocina de Úrsula Iguarán.
El pueblo está en predios de la Hacienda Arizona y sus calles están marcadas con placas en cerámica de nombres familiares. Por ejemplo, la calle Papalelo, que era el nombre con el cual García Márquez llamaba a su abuelo, el coronel Nicolás Ricardo Márquez. También, la calle Tranquilina, por su abuela materna, Tranquilina Iguarán, y otra bautizada Santiaga, en honor de Luisa Santiaga Márquez, la madre del premio Nobel. Además, la botica tiene un letrero que invoca al Doctor Séptimus, el seudónimo con el cual firmó Gabo sus primeras columnas en El Heraldo.
Otros elementos de época requirieron investigación histórica, como la oficina del primer mandatario del pueblo, el corregidor Apolinar Moscote, de quien se calcula que llegó a Macondo hacia 1886, por lo cual su despacho está adornado con el escudo de la República de Colombia que acompañó la Constitución de ese año.
El director de arte, Eugenio García, describe un problema adicional para las construcciones: “El escenógrafo se enfrentó al desafío de encontrar una solución que fuera ligera, ecológica y económica. Ideó un sistema que consiste en una malla venada a la que se le aplica cascarilla de arroz. Dado que nos encontramos en una región arrocera, era fácil de conseguir. Luego, se aplica un impermeabilizante a base de agua. Una vez que se seca esta capa, se monta sobre las estructuras y se recubre con cemento. Este se mezcla con jabón y cascarilla de arroz para reducir su peso, manteniendo al mismo tiempo el acabado rústico que buscábamos”.
La ubicación original de Macondo era importante para el equipo de efectos visuales, ya que en posproducción debían agregar por computador la Sierra Nevada, como parte del paisaje.
Los cambios de gobierno también afectaron las fachadas: “Macondo está en constante evolución: la Iglesia está surgiendo, los conservadores están cambiando la pintura, y la guerra se avecina. Habrá destrucción y luego se restaurará. Constantemente cambiamos de colores, pasando del azul al rojo y del rojo al azul, hasta el punto en que, como menciona el libro, todo se verá morado y ya no habrá más rojos ni azules”, explica García.
La diseñadora de esta producción de epopeya es Bárbara Enríquez, quien nació en Argentina pero desde los 3 años vive en México. Tras ser nominada al Óscar por la película Roma, se integró al equipo hace un par de años. “La obra de ingeniería civil comenzó en noviembre de 2022 –asegura– y la de escenografía en enero de 2023. Al igual que la Casa Buendía, este pueblo está construido con un montón de obras de ingeniería civil porque tenía que resistir al tiempo, a la intemperie y permanecer por lo menos dos años de pie”.
Cerca la Calle de los Turcos se ubicó la Plaza de Mercado, surtida cada semana con productos reales: frutas, verduras, gallinas, chivos, vacas y burros. Su espacio luego dio paso al teatro que en la novela inauguró Bruno Crespi, heredero de la tienda de instrumentos musicales. Y más adelante, cuando irrumpe en escena el siglo XX, se convierte en la primera sala de cine de Macondo.
Una mansión de película
La casa de la familia Buendía está completamente rodeada de una carpa, lo cual garantiza las condiciones de luz que se requieren para grabar, además de múltiples posiciones de cámara. Esa carpa tiene más o menos 45 metros de largo por 25 metros de ancho y en su punto máximo, 20 metros de altura.
La vivienda tiene dos pisos, numerosos cuartos y está edificada alrededor del castaño en el cual amarran a José Arcado Buendía cuando le sobreviene la locura. Por necesidades logísticas, es un falso castaño, construido en cemento, reforzado con alambrón y recubierto con una apariencia natural.
En su esplendor, la casa refleja la ampliación que cita la novela, gracias al dinero que Úrsula Iguarán recibe por su negocio de animalitos de caramelo. El comedor inicial, de 12 comensales, pasó a tener muchos más, tras la llegada de la compañía bananera.
Si bien García Márquez nunca menciona que tuviera un segundo piso, por conveniencia de la historia se edificó esa otra planta en apenas 22 días, utilizando mano de obra local. En general, toda la casa tardó tres meses en ser construida. Muchas de las habitaciones tienen paredes móviles, de manera que la cámara pueda ‘espiar’ lo que sucede en su interior, sin tener que entrar por la puerta.
Por supuesto, con el paso de los 100 años de Macondo en la ficción, la casa tendrá que ser deteriorada y finalmente destruida. Se decidió levantarla de cero, en vez de alquilar una casa colonial, ya que las adecuaciones (y demolición final) serían más costosas y complicadas.
Capítulo aparte merecen sus jardines y huertas, en los cuales se plantaron especies reales, de acuerdo con la descripción del libro Flora de Macondo, escrito por el botánico colombiano Santiago Madriñán. Y tampoco faltan el laboratorio de alquimia y el cuarto de Melquíades, donde la magia fluctúa entre la vida y la muerte. Allí están el atanor, el legendario aparato que en teoría permitía convertir los metales en oro; los elementos químicos que usaban en sus experimentos el gitano y el patriarca José Arcado Buendía, así como el daguerrotipo y otros inventos que llevan los nómadas a Macondo.
Pasando el corredor de las begonias, se encuentra el taller de orfebrería del coronel Aureliano Buendía, donde fabricaba sus pescaditos de oro. La producción contrató la elaboración de numerosos de estos pescaditos como prendedores de recuerdo, para los visitantes de esta aldea fabulosa.
El otro diseñador de producción es Eugenio Caballero, ganador del premio Óscar por El laberinto del fauno y quien supervisó cada detalle con Netflix y la productora colombiana Dynamo. Por ejemplo, la ambientación incluyó la famosa pianola de Pietro Crespi, que da ingreso a este personaje y a los giros dramáticos que luego tuvo con Rebeca y Amaranta. Hay todo un mobiliario de sillas vienesas y elementos de los siglos XVIII y XIX.
Se trabajó con artesanos de todo el país: ollas y macetas, hamacas, alfombras, filigrana, ventanas y rejas ornamentadas, canoas y atarrayas de pesca. Además, se agotaron las existencias de los anticuarios en Cartagena, Cali, Medellín y todo Cundinamarca.
La casa debía soportar desastres naturales como la lluvia bíblica que Gabo impuso a Macondo durante cuatro años, 11 meses y dos días. Así mismo, las debacles que ocasionan sus propios habitantes, como cuando Aureliano Segundo rompió todo el piso en busca de los sacos de monedas de oro que Úrsula enterró a la espera de que apareciera el dueño del tesoro escondido en una estatua de San José.
Hasta el desenlace final está previsto, a lo largo de las 11 cuadras que separan la casa Buendía y el callejón del sabio catalán, en cuya tienda el último de los Aurelianos encuentra las claves para descifrar los pergaminos de Melquíades. Pero, a diferencia de la novela, su predicción falla, pues esta vez y gracias a la nueva producción de Cien años de soledad que se estrenará este año, la estirpe de los Buendía tendrá una segunda oportunidad sobre la tierra.