«He perdido la vida en una máquina de escribir».
Lo decía desangrada, como dentro de un melodrama de esos que firmaba al pie. Cada tecleo, un puñal, cada hilera de palabras, otra vida posible.
La dama misteriosa detrás de esa máquina de escribir resonante, Alma Bressan, se llamaba en realidad Alma De Cecco. Fumaba tanto como escribía. Terminaba sus ficciones con las yemas de los dedos descascaradas y el lagrimal en carne viva.
Nació en 1928, apenas ocho años después de que esos «Locos de la azotea» cuerpearan la primera transmisión radial desde el Coliseo. Comenzó a llenar de guiones el aire cuando los autores eran engranajes clave y sus firmas enormes arriba, garantía de escucha. Entraba en trance cuando paría historias y amasaba una teoría: «Hay que darle un caramelo a doña Rosa, pero a nivel inconsciente comunicarle cosas profundas».
Más de 100 radioteatros llevaron su autoría. Perlas borradas de los archivos sonoros de la Argentina. «No confundir profundidad con oscuridad», proponía. «En la práctica vos le tirás un anzuelo a la de los ruleros y en el subtexto podés ser didáctico y transmitirle cuestiones complejas».
A veces incomprendida, se animaba a confesar que de a ratos levantaba la cabeza de la máquina de escribir y veía «al personaje parado, sugiriendo una resolución o su propio final». No eran fantasmas, eran esos aliados que solamente un escritor reconoce. «Lo sé. Me dirán que estoy loca».
Aprendió a escribir ficción junto a la camada de Alejandra Boero, Agustín Alezzo, Pedro Asquini, Carlos Gandolfo. Su debut radial fue en 1950, cuando el público argentino se deleitaba en cine con Filomena Marturano (Tita Merello) y en la radio ya era un clásico Los Pérez García.
Creció con el tímpano en el humor de Niní Marshall y Luis Sandrini, y temprano aprendió la importancia de los autores en compañías de radioteatro como la de Francisco Mastandrea, Andrés González Pulido, Olga Casares Pearson y Arsenio Mármol. Formó un dream team de plumas célebres como las de Gloria Ferrandiz, Silvia Guerrico, Abel Santa Cruz, Alberto Migré, Celia Alcántara…
Peona de la tinta, confesaba quedar agotada en esa navegación mar adentro de sus entrañas cuando tenía que prestarle sus tormentas a los personajes. Jugaba con el umbral del dolor y las tripas. «Para una tira de media hora, hay que escribir 35 carillas, quedo con la vista a la miseria», despotricaba.
Catorce años menor que Nené Cascallar, compartía con ese mito el dolor como cuña para la escritura. Alicia Inés Botto (el verdadero nombre de Nené) había sufrido las consecuencias de la poliomielitis y desde una silla de ruedas mecanografiaba para no sentirse inmóvil y volar a otros universos. Bressan , en cambio, podía caminar y correr, pero se sentía presa de una pena nacida en su casa natal, allí donde la tristeza flotaba a la par de la radio.
«Mi vida ha sido muy tortuosa», se emocionaba en las pocas entrevistas a las que se prestaba, huidiza. «Desde niña recuerdo a mi padre psicótico. Yo lo adoraba. Vivió diez años internado. Algo parecido sucedió con mi madre. Luego amé intensamente a un hombre, pero murió y no pudimos unirnos».
Heredera del oficio por su abuelo, padre y hermano, se indignaba cuando intentaban censurarla o se rasgaban las vestiduras por ciertos temas que colaba en la ficción. «Todos los temas se pueden tratar si están hechos con dignidad. Sino, va a llegar el día en que tengamos que prohibir a Shakespeare y a su Hamlet, o a Macbeth».
«Era un alma herida. De un corazón delicado como un pajarito», la retrata Rita Terranova, la actriz con medio siglo de escenarios. «Trabajé con ella en televisión. Un día me llamó y me empezó a pedir para sus telenovelas, por ejemplo, Señorita Andrea, con Andrea del Boca. Todo era sufrimiento en sus historias, porque era ella un ser sufriente. Me confió todos sus amores y dolores».
«Hablaba de sentimientos sin ser cursi. Sin enrular el rulo. Retrataba el amor de manera concreta, real, se notaban sus horas de psicoanálisis en esa mirada más elevada», sigue Terranova. «Era observadora, callada, de una feminidad no convencional y de una moral altísima, pero no desde el punto de vista de la moralina, de juzgar al otro, sino desde el lugar del bien o el mal».
Docente de guion, enseñaba eso de que los personajes son cebollas, que permanentemente tienen capas contradictorias de «buenos y malos, generosos y egoístas». Parió criaturas de a mil, pero eso no se tradujo en grandes réditos económicos. «No hice mucha plata porque no sé venderme. Muchas veces no tuve para comer por decir verdades».
Sobre el por qué de mezclar permanentemente a ricos y pobres en sus ficciones, sostenía. «A la gente le gusta ver que el desayuno parezca un cóctel, los de medio pelo sueñan».
En los sesenta, setenta y ochenta buceó profundo en la televisión. Puso puño a éxitos como El león y la rosa (con Claudio García Satur y Susú Pecoraro), Vivir por amor (Leonor Benedetto y Alberto Martín), Tiempo de vivir (Miguel Angel Solá y Ana María Picchio) y practicó su dactilografía sin tregua en Alta comedia, Sólo un hombre… Se esforzaba por «no matar a nadie». Si un actor o una actriz renunciaba, «les inventaba un giro de 180 grados, otro destino».
Alma Murió el 9 de diciembre de 1999. Su recuerdo se fue apagando a la par del lugar que tenían en las promociones los apellidos de los autores. Aunque su aura quedó en la televisión, sus ficciones radiales quedaron extinguidas en ese océano analógico. Cruzarla era cruzarse con la resignación que desprendía su tristeza. «Si Hamlet hubiera sido feliz, no habría tragedia».